No hay guerra sin números ni números sin guerra. Las cifras tienen el peso definitivo del argumento de autoridad y nada golpea mejor en un debate que un gráfico de barras o un quesito demoscópico. ¿Qué es la democracia sino un acto de fe hacia la estadística? Las matemáticas se inmiscuyen en las riñas más banales hasta el punto de cobrar la apariencia de asunto de Estado. Que se lo pregunten a David Broncano y a Pablo Motos, capitanes televisivos de la extenuante batalla de audiencias.
Ayer, tras la Diada, el periodista Fernando H. Valls publicaba los datos de asistencia al acto central de Barcelona durante las últimas ediciones. Aquí no hay guerra de cifras entre instituciones, puesto que todos los registros corresponden a la Guardia Urbana. Y la tendencia es francamente descendente. Desde la Via Catalana de 2014, con una plusmarca de 1,8 millones de personas, los números se precipitan hasta un escuálido conteo de 60.000 manifestantes. Queda la sensación de que la balanza habla por sí sola.
La política, sin embargo, no es ni será jamás una ciencia exacta, por mucho que se aferre al fetichismo del álgebra. Los números necesitan interpretaciones. No todo el mundo ha adquirido la destreza de leer un histograma. No todos somos duchos en la jerga del muestreo, la causalidad y las variables. Y ahí es donde entran en escena los periódicos, los ruidosos telediarios, las tertulias de cafetó y mesa camilla. Los titulares de hoy ponen palabras a los cálculos de la Diada y modulan su vocabulario: desafección, pinchazo, agotamiento.
Las ciencias sociales presentan una cruel paradoja: sus cómputos y sus sondeos, en apariencia neutrales, terminan interfiriendo en la realidad que pretenden describir. Todos los años, cuando se avecina el 11 de septiembre, leemos titulares denigratorios con aire de profecía autocumplida. A poco que hurguemos en la hemeroteca, encontraremos año tras año las mismas invitaciones a la derrota: división, recelo, a la baja. En verdad, los números nunca importaron tanto como la necesidad de crear un estado de opinión.
En esa pugna de narrativas, se ha impuesto una lectura casi unánime en las filas del progresismo nacionalista español: Pedro Sánchez ha conseguido mediante la negociación lo que Rajoy nunca consiguió mediante las porras. Hay una izquierda jacobina que aplaude el vaciamiento de la Diada y hasta se atreve a certificar la demolición del independentismo. En última instancia, valga el contrasentido, Salvador Illa ha terminado encabezando una fiesta nacional que sus conmilitones en España preferirían que no se celebrara.
Cabe también intentar un análisis más cuidadoso. Aceptar que las movilizaciones presentan una pulsión cíclica. Que el independentismo político está franqueando una encrucijada. Que la vía coercitiva causó una importante mella. Que el conflicto nacional persiste y la masa viva que votó el 1-O no ha cambiado repentinamente de opinión ni se ha vuelto de golpe borbónica y rojigualda. Pero qué sabré yo de números.