Este mes, Fonsi Loaiza ha publicado un ensayo titulado Oligarcas en el que desentraña algunos mecanismos furtivos del poder económico español. En la portada, con una imagen paródica del Monte Rushmore, aparecen algunos de los rostros más flamantes de la revista Forbes, desde Florentino Pérez hasta Amancio Ortega, pasando por Juan Roig, Ana Botín y Rafael del Pino. No se me ocurre una representación más elocuente de eso que se llamó “marca España” y que nadie supo nunca para qué servía.
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Lo primero que me llamó la atención no fueron los rostros, sino el vocabulario, oligarcas, un término rotundo y acusador que en la prensa española siempre aparece con un significado muy preciso. Si uno bucea en las hemerotecas de El País o el ABC, descubrirá con cierta extrañeza que la oligarquía parece una tradición de exclusiva raigambre rusa. Por lo visto, no hay oligarcas en ningún otro lugar del mundo. Los ricachones de la zona OTAN se llaman “filántropos”, “mecenas” u “hombres hechos a sí mismos”.
La misma operación semántica moldea la palabra “burguesía”, un vocablo que a menudo va acompañado del gentilicio “vasco” o “catalán” con intenciones puramente denigratorias. Así, cualquier izquierdista jacobino podrá consolar su conciencia diciendo que el 1-O fue apenas un exquisito capricho de la burguesía catalana o que el soberanismo vasco pertenece a una genealogía burguesa. Hace tiempo, un político progresista escribió que el derecho de autodeterminación era un dispositivo conservador. Cosas de la burguesía.
Dice el diccionario que “oligarquía” es una palabra griega. Lo que pasa es que los griegos ya no convocan referendos contra los chantajes de la Troika, de modo que no hace falta demonizarlos con epítetos alarmistas. En todo caso, la RAE llama “oligarquía” a un grupo selecto de personas que ejerce un poder económico, político y social. ¿Para qué ir a buscar oligarcas a Moscú cuando puedes encontrarlos en el palco del Santiago Bernabéu? ¿Qué mejor oligarca que un prohombre de empresa que palmea la nuca del alcalde: Chaval, fírmame estas recalificaciones?
Y es que los oligarcas —perdón, los filántropos— se gastan sus buenos dineros en publicidad y cenan con el ministro y le pagan la luna de miel a los reyes. Por eso todas las cabeceras de prensa los bañan con adjetivos generosos. Cómo olvidar, por ejemplo, el día en que La Opinión A Coruña publicó que Amancio Ortega había recogido con sus propias manos las cagarrutas de su perro en la Ciudad Vieja. La revista Mujer Hoy, por su parte, tantea las inversiones millonarias de Sandra Ortega. La heredera de Inditex, dice uno de los redactores, es “alérgica al lujo”.
“Era tan pobre que no tenía más que dinero”, dice una vieja canción de Sabina sobre Christina Onassis. Lo bueno es que el dinero permite comprar ansiolíticos y voluntades. Y por si fuera poco, permite pujar más fuerte en el mercado de las palabras. Construirse una biografía amable. Hacer que los oligarcas siempre sean otros.