Parece arqueología de internet, pero ocurrió hace poco más de dos años. Una enfermera gaditana que trabajaba en la Vall d'Hebron difundió un vídeo en TikTok contra las exigencias lingüísticas de la sanidad catalana. “El puto C1 de catalán se lo va a sacar mi madre”. El cabreo público fue monumental y la Generalitat expedientó a la susodicha por hacer el canelo en horario laboral y sin mascarilla. Según publicaba El Mundo con gran escándalo, el instructor de la investigación interrogó a la empleada en íntegro catalán. No debería ser noticia que un trabajador público desempeñe su trabajo en una lengua oficial, pero el caso exigía una dosis de justicia poética.
La polémica de la compañía Teatro Sin Papeles me ha hecho recordar a aquella pobre diabla. De hecho, hay un patrón mil veces repetido de rechazo ciego contra la lengua catalana. El ofendido se victimiza buscando nuestra complicidad, pero logra el efecto contrario entre una comunidad de hablantes que está hasta la barretina de humillaciones lingüísticas. La obra Esas Latinas lleva consigo un extra de escarnio, ya que obedece a una contratación del Ayuntamiento de Barcelona para la presentación de un informe sobre discriminaciones. El castellano, esa lengua perseguida y en riesgo de extinción.
Cuando uno aprende catalán, trata de familiarizarse con la lengua a través de la televisión, la radio o la prensa escrita, pero también mediante las redes sociales. Hay toda una generación de jóvenes que graba y comparte vídeos en catalán. Pues bien, los muchachos suelen dedicar una buena porción de esas grabaciones a defenderse de comentarios xenófobos o a anunciar que seguirán hablando en su lengua materna sin importar lo mucho que los insulten. Por una parte, se agradece la determinación. Por otra parte, uno desearía que los chavales hicieran oídos sordos y se limitaran a hablar con normalidad de música, de política, de cine, de moda, qué sé yo. Como en cualquier otra lengua.
Una de las victorias del imperialismo lingüístico es haber inculcado en los hablantes de lenguas minorizadas la permanente necesidad de justificar su propia existencia. Y vivir a la contra puede ser agotador porque vampiriza energías constructivas. Las teatreras catalanófobas, por ejemplo, merecerían mucha menos atención que el manifiesto No em canviïs la llengua impulsado por Rosario Palomino. Eso sí, gracias a la repercusión del bodrio escénico, se han llenado las redes de personas latinas que relatan sus experiencias de aprendizaje con la lengua catalana. Y resulta que son inspiradoras. Siempre es mejor mostrar con humildad lo poco que sabemos que exhibir con arrogancia lo mucho que ignoramos.