Opinió
Tribuna

Eurovisión y la guerra por otros medios

«Mientras llueven bombas en Rafah, nos preguntamos por qué Eurovisión mantiene el veto a Rusia, pero abre platós a delegados de Israel»

Jonathan Martinez
09 de maig del 2024
Actualitzat a les 19:18h

Creo que no he vuelto a ver el Festival de Eurovisión desde que Sergio Dalma cantó Bailar pegados, y mira que ha llovido desde entonces. Sin embargo, siento como si hubiera seguido cada edición con todo lujo de detalles, pues no hay día en que no me encuentre el vídeo de una actuación por ahí o una noticia escandalosa por allí. Dicen que la política es la guerra por otros medios y en el fondo, bajo la apariencia inocente de la música y la purpurina, Eurovisión tiene mucho de política y también de guerra. Más si cabe en los últimos años.

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La organización del festival, en su empeño por fingir un entorno higiénico y despolitizado, ha terminado transpirando ideología por cada uno de sus poros. Ahora recuerdo aquella edición de 2016 en que emitió un listado de banderas prohibidas que ponía a la misma altura la ikurriña y los colores del Estado Islámico. Entre las protestas y las rectificaciones, el mismísimo Mariano Rajoy terminó tuiteando la enseña bicrucífera de los vascos junto al hashtag #España.

La penúltima tangana gruesa llegó tras la invasión de Ucrania. Aquel año, la Unión Europea de Radiodifusión (UER) expulsó a Rusia de la competición y el festival culminó el desagravio dándole la victoria a los artistas ucranianos. Este año, la polémica ha continuado por otros derroteros. En algunos foros polacos han descubierto que la representante ucraniana, Jerry Heil, compartió en marzo un vídeo donde lucía una sudadera con el lema Banderaciaga. Y es que la figura de Stepán Bandera, icono del ultranacionalismo ucraniano, aparece ligada en el imaginario polaco a la limpieza étnica de Volinia.

Ahora, mientras llueven las bombas sobre Rafah, nos preguntamos por qué Eurovisión mantiene el veto sobre Rusia, pero abre sus platós a los delegados de Israel. Los organizadores, con una cara de dureza diamantina, objetan que su intención es mantener el carácter “apolítico” del evento. En nombre del apoliticismo, Eurovisión multó a los músicos islandeses que mostraron en 2019 una bandera palestina. Este año, la UER ha censurado un mensaje propalestino maquillado en la piel de la cantante irlandesa Bambie Thug y ha retirado el vídeo del sueco Eric Saade, que portaba una kufiya en su muñeca.

A poco que uno escarba, enseguida se encuentra a la empresa israelí Moroccanoil entre los patrocinadores de Eurovisión. Por supuesto, existe la tentación de creer que la doctrina del festival pueda estar condicionada por un mero patrocinio. Hay mucho más: geopolítica, diplomacia y todo un universo de intereses comerciales disfrazados de una pulcra neutralidad. Bajo la etiqueta del apoliticismo se esconde siempre la ideología en su forma más pura, el sistema de valores de la clase dominante presentado ante el mundo como el orden natural e inevitable de las cosas. Lo que ocurre es que a estas alturas de la película, ese sapo ya no hay quien lo trague. Ni aunque lo cante Sergio Dalma.

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Nascut a Bilbao (1982), soc investigador en Comunicació Audiovisual. Col·laboro en diversos mitjans com Naiz, Ctxt, Kamchatka, Catalunya Ràdio, ETB i TV3.

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