Que levante la mano quien recuerde la crisis económica de 2008. Las bolsas de todo el mundo se iban al garete y los trabajadores de Lehman Brothers salían de las oficinas con sus pertenencias metidas en cajas de cartón. Se multiplicaban los desahucios. Las calles se llenaban de protestas y poesía de emergencia. No hay pan para tanto chorizo. No falta dinero, sobran ladrones. Se decía que era una crisis del sistema capitalista y era cierto. Se decía también que el capitalismo estaba en las últimas, pero no era verdad. Las especulaciones sobre el poscapitalismo aún desprenden cierto aroma a ciencia ficción.
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Algo así sucede con los gobiernos de Sánchez. El presidente vive en una crisis permanente, esquivando de chiripa a los lanzadores de cuchillos y desfilando sobre una cuerda floja que siempre parece a punto de romperse. Las últimas semanas han sido frenéticas. Que si José Tomé. Que si Leire Díez. Que si Paco Salazar. Que si Santos Cerdán en el Senado. Cuando todos creían que esta mala racha sería el último clavo en el ataúd del Gobierno, Sánchez comparece para explicar que su gestión es de lo bueno lo mejor.
Sus socios y allegados no parecen compartir el optimismo. Tras la espantada de Junts, ha llegado una retahíla multicolor de reproches y ceños fruncidos. En la Asamblea General del PNV, Aitor Esteban ha advertido que Sánchez debe detener la hemorragia o convocar elecciones. Gabriel Rufián ha exigido una reunión: “No queremos seguir pasando vergüenza”. Yolanda Díaz, por su parte, ha pedido algo más que un cambio de chapa y pintura. Y Podemos, que lleva un buen tiempo batiéndose contra Sumar, ha decretado la muerte del Gobierno.
Aquí entran en juego al menos tres factores. El primero y más evidente es que nadie quiere salpicarse con el barro del vecino. Una cosa es regatear una ley o pactar unos presupuestos, y otra cosa muy distinta es comerse marrones ajenos. Esto nos lleva al segundo factor. Y es que los aliados periféricos de Sánchez podrían aprovechar este momento para subir el precio de sus apoyos. Muchas veces, en política, los pactos se conservan pero la correlación de fuerzas cambia. Es la ley de la oferta y la demanda.
Pero el tercer factor es más jugoso si cabe. Y es que todo hijo de vecino se está recolocando ante la eventualidad de que un día llegue el posanchismo. Junts y el PNV podrían volver a las andadas y repartirse las alubias en los despachos de Génova. Sumar tal vez quiera rearmarse en la oposición, si es que sus diferentes piezas no terminan vagando sin órbita por el espacio confederal. Podemos sueña con regresar a sus años de oro. ERC querría recuperar el pulso perdido y EH Bildu mira de reojo al fantasma de las ilegalizaciones. De hecho, el presidente del PP vasco acaba de anunciar que los independentistas vascos “serán exterminados como fuerza política”.
De momento, parece que queda Sánchez para rato.
